Pago por ver - Nota sobre cuevas ilegales de El Argentino
El local está sobre una importante avenida de la ciudad de Buenos Aires. Es medianoche y pese a ser viernes, hay poca gente en la calle. El taxi frena ante la dirección exacta y desde la ventanilla se ve un pequeño cartel con el nombre del lugar. Hacia adentro, unas escaleras y una reja blanca que se encuentra abierta. Después del último escalón aparece la barra de un bar que, al parecer, no atiende nadie. Hay un hombre sentado en un banco mirando televisión y en las mesas cercanas, otros hombres canosos y consumidos fuman y charlan. Un poco más lejos, más mesas pero con tableros de ajedrez. “Vengo al torneo de póker”, digo en un susurro. “Al fondo”, me contestan, señalando un pasillo largo.
A alguien, quién sabe cómo, se le ocurrió hace un tiempo televisar un torneo de póker. Pensó un formato que con el tiempo se fue puliendo, y empezó a transmitirlo a través de un canal de deportes. Y por algún motivo, la pegó. Hace años que el juego de cartas salió de su reclusión, sólo porque este visionario, por llamarlo de algún modo –si ahora dijera que quiere televisar torneos de bridge, ¿alguien lo escucharía?–, decidió impulsarlo: El último torneo más importante del mundo –la Serie Mundial de Póker (WSOP)– entregó premios por casi 70 millones de dólares y cerca de nueve millones al campeón, quien diez años atrás se llevaba un millón. Ahora, en este mismo momento, hay cerca de cien mil personas jugando en cada una de las páginas de juego online más importantes. En la Argentina la situación también crece diariamente y los aficionados ya tienen una revista dedicada (Pokerface), con una tirada de veinticinco mil ejemplares. El casino de Puerto Madero organiza casi diariamente torneos con inscripciones en dólares y tiene mesas fijas (como la mayoría de los casinos del país) de quinientos pesos de entrada para la modalidad de Texas Hold’em –dos cartas en mano y cinco abiertas contra otros jugadores en lugar de la banca–. La proliferación de torneos legales, de todos modos, no evita que sigan existiendo los recovecos, las “cuevas”, que agrupan a los fanáticos de distintos tamaños de billetera.
Estoy en una de esas cuevas y en el pasillo hay varias puertas: en la primera a la izquierda se escuchan los dados rebotando contra los cubiletes, en la segunda juegan a las cartas pero no llego a distinguir el juego. Los baños están a la derecha. Y al final, el escritorio de los organizadores del torneo. “Es temprano –me dice uno–, pero si querés, atrás están jugando una mesa de veinte pesos.” El sector para póker tiene tres salones: el del escritorio, uno más chico con dos mesas especiales de póker y el último, el más grande, con otras tres. Hay seis personas sentadas: el croupier (que en este caso también está jugando), una muchacha sub 30 que visita el lugar por primera vez y que llegó con “El Pela”, quien por la confianza con los demás, es un cliente regular. Un chico que tiene algún parentesco con los organizadores y dos hombres más. Después de mirar un rato –y pescar una mano en la que el repartidor se guardó las ciegas que ya había perdido–, me uno a la mesa. Usan palabras en inglés, términos de póker que como jugador amateur jamás escuché. Otros van llegando y se van sumando. El clima en esta mesa es ameno, incluso cuando en una mano, jugando mal y de pura suerte, con color elimino a uno de la partida. “¡Cómo vas a pagar con eso!”, se queja. Cerca de la una de la mañana ya es momento de que empiece el torneo y como quedamos sólo tres en la mesa, deciden cerrarla. Me dan cincuenta pesos porque soy el que menos fichas tiene.
El juego que inspiró varias películas, como Maverick, sigue rompiendo barreras y los famosos también se entusiasman. En el plano internacional con actores como Matt Damon y Ben Affleck (amigos, empezaron a jugarlo después de que Damon protagonizara Apuesta final; se entrenaron con profesionales, jugaron varios torneos e incluso ganaron bastante dinero). En el nacional con celebridades de diversos rubros: Susana Giménez, Gastón Gaudio, Mariano Zabaleta, Pamela David y Gonzalo Valenzuela (que hace pocos días ganó catorce mil dólares en un torneo), compartieron mesa en el torneo Latin American Poker Tour, que se jugó en Rosario el año pasado y entregó más de trescientos mil dólares al ganador. También hay una muy interesante adaptación de la situación en el teatro, El dealer manda. La obra es de Patrick Marber, el dramaturgo de Closer, y se exhibe en El Camarín de las Musas. Dirigida por Leonardo Kreimer, cuenta la historia de seis hombres que se reúnen a jugar al póker en el sótano de un restaurante. Parece un encuentro inocente pero de a poco empieza a descubrirse cuánto pone en juego cada uno sobre el paño verde.
En mi caso, sobre ese paño pondré 150 pesos. En el torneo hay treinta personas inscriptas. Se juega en la sala más grande y nos dividen en mesas de a diez. Me dan un nueve de oro, que determina mi ubicación y cuál de las tres mesas me toca: es la última al fondo y dos lugares a la derecha del croupier –que tendrá unos veinte años, usa una remera deportiva y se sienta en tres sillas blancas de plástico apiladas para estar más alto–. Me dan veinte mil en fichas de distintos valores. El grupo es heterogéneo: un hombre de más de cincuenta años con auriculares a mi izquierda, uno también cincuentón en musculosa a mi derecha (que rápido hace saber que ganó un torneo el miércoles pasado), dos hombres que no tienen ni idea de cómo se juega, el que eché de la mesa anterior y cuatro muchachos de entre veinte y treinta que demuestran ser los que mejor juegan. El más chico de todos, enfrentado a mí y con una remera con cuello en V, empieza ligando una escalera y le saca unas cuantas fichas al que tenía la ubicación uno, que paga casi sin juego. Algunos chistes van y vienen e incluso me ligo algún consejo: “Dejás ver las cartas demasiado barato”, me dice el hombre que tengo al lado y que al rato se va por jugar mal una mano. Uno que está muy callado en una esquina acumula fichas rápido, al igual que otro más gordito que muestra un juego sólido.
Se escuchan los gritos de otra mesa: “Estás equivocada, acá yo soy el cliente, no somos amigos”, se queja un tipo grandote que no quiere entregar una de las sillas de plástico que apiló para sentarse. La necesitan en el salón vecino para un torneo reducido, de doscientos pesos, que están armando con los que quedaron eliminados. En mi mesa alguien comenta: “Siempre tiene problemas y se queja por algo, hace poco estaba en un torneo sentado atrás de él, mirando para otro lado, pero le molestó y de malas maneras me dijo que me vaya”. Para reafirmar, una mujer de la tercera mesa se cruza con el hombre en una discusión anodina.
Al lado mío, un pelado con barba rubia ocupa el lugar del de musculosa, eliminado. Le pregunta al croupier por el hermano. “Está en casa, el miércoles vino borracho y perdió quinientos pesos”, contesta el repartidor. Este muchacho tiene un juego agresivo y empieza a aumentar su pila. A las tres y media de la mañana quedamos 24 jugadores. El ambiente está infestado de humo; alguno se pide una cerveza, otro un Speed y yo, un simple cortado. El clima es raro, los jugadores son simpáticos pero algo no deja olvidar que hay plata de por medio. Se nota que hay ciertos códigos a respetar. Me quedan tres mil fichas. Vi sólo tres manos y en dos perdí. Para jugar esta mano tengo que pagar mil, tengo un as y un 5. “Jugado”, digo, mientras empujo lo poco que me queda hacia el centro de la mesa. Adrenalina, miedo y resignación vienen y van en oleadas. “Te pagaría, pero con esto no puedo”, me dice el de cuello en V. Pagan otros dos. Me elimina uno que tiene 2 y 7 de diamantes, una de las peores combinaciones de cartas posibles que, contra las mías, se convirtieron en ganadoras. Me repito que estoy trabajando, pero la sensación de perder no es agradable. Me invitan a la mesa de doscientos pesos, pero ya fue demasiado. Me quedo un rato. La conversación muta. El pelado habla con el croupier: “Vendo oro –le dice–, lo que quieras, vos pedime”. Después, vuelven a hablar de póker: “Ese torneo es carísimo, son mesas vivas (N. de R.: en las que se puede comprar fichas una y otra vez) de quinientos pesos”, dice el croupier en relación a otra “cueva”. Es que hay distintos tipos de “cuevas”, por ejemplo clubes a los que van famosos y se juegan ochenta mil pesos en una mano u otras sin sede fija que suelen organizarse en hoteles de lujo y a los que se accede sólo por mensaje personalizado.
En mi torneo siguen las eliminaciones y a las cinco de la mañana quedan dos mesas. Es hora de irse. Los organizadores me invitan a volver; diariamente envían mensajes de texto avisando de un nuevo torneo. Ahora la reja blanca está cerrada y la abren con un timbre. Paro un taxi en la puerta. “¿Salís de ahí? –me pregunta el tachero–, la semana pasada llevé a uno que había perdido como cuatrocientos pesos”. Me siento afortunado.
Fuente: http://www.elargentino.com/nota-131282-Pago-por-ver.html